Durante décadas creímos que el Parkinson era, en gran medida, una cuestión de herencia genética. Una especie de destino escrito en el ADN. Sin embargo, nuevas investigaciones están sacudiendo esa idea: la enfermedad podría tener menos que ver con nuestros genes y mucho más con el entorno en el que vivimos… e incluso con el agua que bebemos.

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La historia de Amy Lindberg, una exoficial de la Armada de Estados Unidos diagnosticada con Parkinson años después de haber vivido en una base militar con agua contaminada, pone sobre la mesa una pregunta incómoda pero urgente: ¿qué papel juegan los químicos ambientales en el desarrollo de enfermedades neurodegenerativas?

Un diagnóstico que llegó sin explicación

Amy Lindberg llevaba una vida activa y saludable. Deportista, jubilada, madre de familia. Nada parecía anticipar el diagnóstico que recibió a los 57 años: enfermedad de Parkinson. Como ocurre con la mayoría de los pacientes, los médicos no pudieron decirle qué la había causado.

Lo que Amy no sabía entonces es que durante años estuvo expuesta al tricloroetileno (TCE), un solvente industrial que contaminó el agua potable de la base militar Camp Lejeune, en Carolina del Norte, donde vivió y trabajó.

Parkinson: ¿genética o ambiente?

El Parkinson es la segunda enfermedad neurodegenerativa más común después del Alzheimer. Aunque durante años la investigación se concentró en la genética, hoy se sabe que solo entre el 10 y el 15 % de los casos pueden explicarse únicamente por los genes.

Al mismo tiempo, las cifras son alarmantes: los casos de Parkinson se han duplicado en los últimos 30 años en Estados Unidos, un patrón que difícilmente puede explicarse solo por herencia genética.

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El papel de los químicos “invisibles”

Investigaciones recientes han vinculado el TCE —presente en agua, aire y suelos contaminados— con un mayor riesgo de desarrollar Parkinson. Estudios en veteranos militares y experimentos en animales muestran que esta sustancia puede dañar las neuronas que producen dopamina, clave para el control del movimiento.

De hecho, en 2024 la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos prohibió finalmente el uso del TCE, reconociendo sus riesgos para la salud.

La salud no está escrita en piedra

Expertos en neurología y salud ambiental coinciden en algo esperanzador: si el Parkinson es en gran parte una enfermedad ambiental, también es potencialmente prevenible. Reducir la exposición a sustancias tóxicas, mejorar la regulación química y adoptar medidas sencillas —como filtrar el agua o evitar calentar plásticos— puede marcar una diferencia real.

Además, estudios recientes muestran que el ejercicio físico intenso y regular no solo mejora los síntomas del Parkinson, sino que podría ralentizar su progresión.

La historia de Amy Lindberg no solo revela una posible causa del Parkinson, sino una verdad más amplia: nuestra salud está profundamente ligada al entorno. Comprenderlo no significa vivir con miedo, sino con mayor conciencia.

Tal vez el enemigo no esté únicamente en nuestros genes, sino en aquello que damos por sentado cada día. Y reconocerlo es el primer paso para protegernos mejor.





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